Orwell: 1984 y la extinción de la palabra

En 1984, George Orwell anticipó cómo seríamos vigilados y sometidos por las pantallas, que dificultan el pensamiento propio y, con ello, la libertad. Con la uniformidad reinante, el sistema que nos rige no solo ejerce control sobre nuestro presente, sino también sobre el pasado y el futuro.

La conciencia sobre este condicionamiento tampoco llega, ya que, como destacó Orwell, las pantallas también sirven como medio de distracción a través del entretenimiento, contribuyendo al empobrecimiento del lenguaje que empleamos día a día. Al destruir palabras, el Partido en la obra lograba limitar el alcance del pensamiento.

La estrechez mental es lo que más afecta a Winston, el personaje principal de la obra. Para romper con este enajenante proceder, intenta entregarse al instinto, al caos, al desorden, única fuerza capaz de destruir al Partido, pues, desde el punto de vista de su clase social, toda revolución o cambio histórico no ha significado más que un cambio en el nombre de sus amos.

Sin embargo, Winston no logra avanzar mucho en sus aspiraciones, ya que sus intenciones son prontamente descubiertas. A través de una serie de torturas y vejaciones, el Partido busca que Winston se humille, pierda carácter y voluntad, y vuelva a la cordura irreflexiva que propone el sistema y al amor incondicional por el Gran Hermano. Al exponerlo a sus peores temores, el Partido logra doblegar la voluntad de Winston, parte esencial de la castigo-terapia que busca hacer prevalecer el poder, no como un medio, sino como un fin en sí mismo.

A partir de entonces, lo máximo a lo que pueden aspirar los ciudadanos es a formar parte del poder, pero para ello deben dejar de valorarse como individuos, ya que el ser humano libre, solo y autónomo, siempre será derrotado por la masa. De ahí el lema “La libertad es la esclavitud”. Si el sujeto se somete plenamente, escapando de su propia identidad, podrá fundirse con el Partido, volviéndose así todopoderoso e inmortal.

Es mucho más fácil, como decía Kant, someterse al juicio ajeno, ya sea por pereza o cobardía. Sobre todo hoy, cuando las pantallas dominan tanto el espacio público como el privado, y somos constantemente bombardeados con información, sin un mayor derecho a réplica o participación efectiva. A la luz de un panóptico global, todos quieren formar parte del espectáculo que la sociedad articula, uno que está marcado más por la imagen que por la palabra, la cual, tal como en 1984, parece estar en peligro de extinción.

Eduardo Schele Stoller

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