Mark Fisher y el realismo capitalista

El filósofo británico Mark Fisher observaba que es más sencillo concebir el fin del mundo que el fin del capitalismo. Este sistema gradualmente se desintegra y fragmenta en lugar de colapsar de repente. En la atmósfera nihilista de nuestra época, la esperanza carente de significado parece tener sentido, lo que da lugar a una variedad de creencias y supersticiones para enfrentar la sensación de abandono.

Según Fisher, mientras los rituales y simbolismos se desvanecen, el capitalismo continúa en pie, absorbiendo ahora a los espectadores que consumen los vestigios de lo que queda. Al liberarnos de las abstracciones del pasado, el realismo capitalista nos ha inmunizado contra la fe y las tentaciones del fanatismo. Con las expectativas reducidas, el capitalismo promueve una desacralización total de la cultura.

Al ser una entidad plástica, capaz de metabolizar y asimilar cualquier cosa con la que entre en contacto, el capitalismo sofoca rápidamente cualquier sentimiento de descontento, fomentando la apatía, la falta de compromiso y la impotencia reflexiva.

Los estados depresivos que surgen de estos factores buscan ser aliviados mediante la búsqueda del placer, con la esperanza de olvidar nuestra falta de control sobre nuestras vidas. Sin embargo, pronto llega el hastío hedonista y el aburrimiento, lo que nos impulsa a buscar nuevas sensaciones para dar sabor a la existencia.

Fisher sostiene que la consecuencia de esta adicción al entretenimiento que ofrece la «matrix» es una interpasividad agitada y espasmódica, acompañada de una incapacidad general para concentrarse o enfocarse. Por ejemplo, ya no es necesario leer: el simple reconocimiento de eslóganes es suficiente para navegar por el panorama informativo de la red, el teléfono celular y la televisión. En este sentido, Fisher argumenta que el capitalismo es iletrado.

En este contexto, los profesores deben fungir como facilitadores del entretenimiento, pero al mismo tiempo, como disciplinadores autoritarios. Esta paradoja surge debido a que las estructuras disciplinarias están al borde del colapso. Mientras esto ocurre, el realismo capitalista nos obliga a someternos a una realidad infinitamente maleable, capaz de reconfigurarse en cualquier momento.

Bajo el modelo hedónico, la felicidad se asocia con lucir y sentirse bien, todo dentro de un marco ideológico que se ha vuelto invisible para el usuario, impidiéndole evaluar alternativas y considerarlas como la única realidad posible.

Eduardo Schele Stoller

Don Juan y los límites del deseo

Desde la perspectiva actual, la tragicomedia de Molière, «Don Juan» (1665), inspirada en la obra del español Tirso de Molina, «El burlador de Sevilla y convidado de piedra», no solo presenta los excesos y vicios de un individuo, sino también de toda una clase de personas que basan sus vidas en la búsqueda desenfrenada de satisfacción de deseos y la conquista de caprichos.

Don Juan, un noble que reside en Sicilia, emerge como un personaje blasfemo cuyo modus operandi consiste en seducir a jóvenes y hermosas mujeres, descartándolas una vez que ha satisfecho sus deseos. Su falta de límites en la búsqueda del placer le acarrea enemistades y conflictos que, eventualmente, lo conducen a su trágico fin.

La obra de Molière ofrece una crítica aguda a la hipocresía social, la falsa moral y la búsqueda egoísta del placer, tendencias que parecen haberse arraigado en la contemporaneidad. Don Juan señala que los compromisos amenazan la libertad, máxima aspiración del sujeto moderno, cuya filosofía de vida radica en perseguir todo lo que despierte atracción sensorial. Así, la búsqueda del placer se erige como el motor de nuestras acciones, compensando cualquier mal que surja en el camino.

Don Juan argumenta que no existe mayor gozo que desafiar, transgredir o perturbar las armonías circundantes, desafiando las débiles resistencias de aquellos que se enorgullecen de sus convicciones. Este principio se aplica también a la belleza, que, una vez profanada, pierde su encanto, impulsando la búsqueda de nuevas conquistas.

Por ende, aquel que enfrenta los desafíos impuestos por la naturaleza no debe restringir sus deseos ni conformarse con una única conquista. En contra de la anemia de la pasión que simboliza la fidelidad, la única brújula moral debe ser la belleza y su atracción, incluso si este camino conduce a la muerte.

Eduardo Schele Stoller

La belleza según Hegel

Según el filósofo alemán Georg Wilhelm Friedrich Hegel (1770-1831), el arte engendra una belleza superior a la de la naturaleza, ya que emana del espíritu y la libertad que este fomenta. Para Hegel, el espíritu es la única realidad verdadera; por ende, solo aquello que participa y surge de él puede ser auténticamente bello. En este contexto, la belleza natural se presenta como un reflejo imperfecto e incompleto de la belleza que pertenece al espíritu, pues está contenida dentro de este.

A través del arte, experimentamos una libertad productiva al liberarnos de las regulaciones y leyes del pensamiento. Según Hegel, en las formas artísticas buscamos tanto la tranquilidad como una animación alegre en contraste con el sombrío dominio de las ideas. La fuente de las obras de arte reside en la actividad libre de la fantasía, que en sus propias imágenes es más libre que la naturaleza misma. El arte vitaliza alegremente la aridez y la oscuridad del concepto, integrando dicho concepto en la realidad efectiva. Por ello, el arte se percibe comúnmente como un juego efímero que proporciona diversión y entretenimiento, embelleciendo nuestro entorno y mejorando las circunstancias de la vida.

No obstante, el arte no solo nos libera del dominio del pensamiento, sino que también actúa como medio para reconciliar las contingencias externas transitorias con lo que Hegel denomina «pensamiento puro». El arte despoja a los fenómenos de su apariencia e ilusión, identificándolos con una realidad efectiva superior, generada por el espíritu. Lejos de ser meras apariencias, los fenómenos artísticos deben atribuirse, frente a la realidad efectiva ordinaria, una realidad superior y un ser más verdadero.

Hegel advierte, sin embargo, que el arte ha dejado de satisfacer las necesidades espirituales que solo en él buscaron y encontraron épocas y sociedades pasadas. Si los tiempos actuales ya no son propicios para el arte, el ser humano pierde la posibilidad de elevarse a la consciencia espiritual. En consecuencia, la razón no puede encontrarse a sí misma ni restablecer la esencia interna de las cosas.

Hegel destaca que la obra de arte se halla a medio camino entre la sensibilidad inmediata y el pensamiento ideal, estableciendo una relación entre lo universal y lo particular, la libertad y la necesidad, lo espiritual y lo natural. En todas las esferas del espíritu absoluto, este se libera de las opresivas barreras de su existencia actual y se abre a la consideración y la realización de su ser en sí mismo y para sí mismo. El arte es otro medio para lograr esta liberación.

Mientras que el entendimiento se limita a lo finito, unilateral y no verdadero, lo bello, por el contrario, es infinito y libre en sí mismo. Para Hegel, el arte es una manifestación del espíritu asociada con la perfección, purificando las contingencias y centrándose en lo ideal. Por ello, Hegel considera que la función del arte radica en revelar y potenciar el mundo espiritual.

Eduardo Schele Stoller

William S.Burroughs: el arte contra el poder

Desde los Beatles hasta el punk, la influencia del escritor estadounidense William Burroughs en el rock ha sido innegable, especialmente a través de los cut-ups, una técnica en la cual textos, películas o audios preexistentes son fragmentados y reorganizados en una nueva composición. Según Burroughs, al proceder de esta manera, era posible luchar contra un operador invisible e imposible de percibir directamente, cuya función es condicionar y limitar nuestras vidas; a esta entidad la llamó Control.

En cierto sentido, nuestro día a día se asemeja a un extenso cut-up, ya que desde el momento en que despertamos, nos vemos bombardeados con fragmentos de imágenes y sonidos, reorganizados y, en muchas ocasiones, empleados como herramientas para diversos propósitos. Como bien señaló Burroughs, «La conciencia es un cut-up; tan pronto como sales a caminar por la calle, te asomas a la ventana, das vuelta una página o prendes el televisor, tu consciencia está siendo fragmentada. La vida es un cut-up».

Burroughs predijo un futuro en el que las mentes estarían literalmente infectadas con pequeñas unidades de sonido e imagen, y llegó a afirmar: «Mi teoría general desde 1917 es que la palabra es un virus, un organismo sin otra función que replicarse a sí mismo».

Pero si el lenguaje ha sido tradicionalmente considerado un mecanismo de Control, es decir, una fuerza insidiosa que limita el potencial y la libertad humanos, también puede ser manejado para nuestros propósitos. Según Burroughs, las palabras pueden producir cortocircuitos en ideas y asociaciones previamente programadas. Reorganizadas como armas, fragmentos de palabras, sonidos e imágenes pueden, de alguna manera, piratear el sistema de Control y sus herramientas. En este sentido, la realidad puede ser editada.

Si nada es verdadero y todo está permitido, las distorsiones corruptas como la moral y los dogmas se desmoronan por sí mismas. Según Burroughs, ningún cuerpo de conocimiento necesita una estructura organizativa; de hecho, estas estructuras solo sirven para obstaculizar el progreso personal. Existe una incompatibilidad fundamental entre cualquier organización y la libertad de pensamiento.

En este contexto, la música asume un papel importante. «La música rock puede ser vista como un intento de romper con un universo muerto y sin alma y afirmar el universo mágico», afirmó Burroughs. Artistas como Paul McCartney, Jimmy Page, Iggy Pop, Lou Reed, David Bowie, R.E.M, Sonic Youth y Kurt Cobain, pueden ser considerados agentes encubiertos contra Control y el estatus quo que este perpetúa. Las bandas de rock son capaces de sacudir al público con sonidos que remueven sus entrañas y estimulan sus mentes, despertándolos de su letargo habitual.

Es así como el cut-up, en un estilo muy propio del punk, puede funcionar como el arma perfecta contra las normas y la tiranía de la palabra.

Eduardo Schele Stoller

Mainländer y la filosofía de la redención

Si bien la filosofía de la redención de Philipp Mainländer puede parecer extrema y radical, sus ideas destacan en el ámbito filosófico debido a su coherencia y profundidad. El filósofo alemán llevó su pesimismo hasta sus últimas consecuencias cuando decidió suicidarse poco después de la publicación de su obra principal, Filosofía de la redención, a la edad de 34 años.

En esta obra, Mainländer defiende que la auténtica filosofía debe ser puramente inmanente, basándose únicamente en el universo físico como su materia y límite. Según él, la filosofía debe explicar el universo a partir de principios reconocibles por cada ser humano, sin invocar poderes trascendentales o terrenales cuya esencia no sea reconocible por algún rasgo cognitivo. De esta manera, la verdadera filosofía no debe superar al sujeto cognoscente y debe estar conectada a la experiencia personal de cada individuo.

Dentro de estas limitaciones, Mainländer aborda la cuestión de la muerte de Dios y la transformación de la unidad divina en un universo de multiplicidad. Según su visión, ya no estamos en Dios, ya que la unidad simple que representaba se ha fragmentado, y ahora vivimos en un universo de multiplicidad donde los individuos están unidos en una sólida unidad colectiva. Esta transición plantea la desintegración de la unidad y puede parecer insondable en su complejidad.

No obstante, Mainländer sostiene que no estamos completamente desamparados, ya que somos conscientes de esta desintegración y de la transición de lo trascendental a lo inmanente. Aunque el miedo a la muerte aumenta considerablemente en nosotros debido a la reflexión, también valoramos y amamos intensamente la vida. La razón reflexiva multiplica nuestros impulsos y nos lleva a meditar sobre los medios para satisfacerlos, lo que conduce a una angustia constante en relación con la muerte.

En su visión, Mainländer argumenta que es preferible no existir que existir, ya que considera que la vida es un infierno y que la muerte absoluta es la aniquilación dulce y placentera. Propone que, en vida, nos aferremos a la virginidad o la castidad como medios para favorecer la muerte absoluta, es decir, la redención total de la existencia. También sugiere adoptar una conducta misericordiosa como forma de debilitar nuestra voluntad y nuestro egoísmo natural. Aunque solo en la muerte se alcanza la redención completa, en vida podemos servirnos de la filantropía y la castidad para debilitar nuestra voluntad.

En resumen, Mainländer considera que la vida es un camino hacia la muerte y que nuestra existencia es una lenta agonía hacia ella. La vida, según él, es esencialmente un estado de desdicha, y más allá del mundo no existe ni paz ni tormento, sino solo la nada, donde la voluntad está completamente aniquilada. El símbolo de su filosofía de la redención no es el redentor crucificado, sino el ángel de la muerte con ojos grandes, serenos y compasivos. De esta manera, la filosofía sustituye a la religión cuando logra penetrar en los estratos más bajos de la sociedad con sus máximas.

Eduardo Schele Stoller

Nietzsche: más allá del bien y del mal

Nietzsche nos instruye acerca de la búsqueda primordial de todo ser vivo: liberar su fuerza vital. La vida, más que un deseo de autoconservación, se revela como una voluntad de poder. Por lo tanto, es imperativo cuestionar los sentimientos de abnegación y sacrificio por otros, que representan una moral de renuncia al poder personal. En su lugar, debemos demostrar nuestra destinación a la independencia y el liderazgo, sin quedar sujetos a ninguna persona, ya que, según Nietzsche, todo individuo se convierte en una limitación, al igual que la patria, la moral y la ciencia. La prudencia se torna esencial.

Estas personas son lo que Nietzsche denomina «tentadores», los filósofos del futuro. Se opondrán a la fe cristiana, al sacrificio de la libertad y al orgullo; en resumen, a la autonegación. La cercanía dará paso a la distancia como característica definitoria del humano futuro, cuya visión se amplía a medida que profundiza. A diferencia de aquellos guiados por el instinto de supervivencia, quienes solo pueden permanecer en la superficie, siendo volubles, ligeros y falsos. Estos últimos conforman el rebaño: dóciles, enfermizos y mediocres, buscando intensidad en los sentimientos pero careciendo de estabilidad.

Nietzsche desalienta el antiguo «conócete a ti mismo» griego, ya que esto busca la objetividad, lo que podría resultar en desinterés en uno mismo, al crear algo superior a nosotros, ocultando, en realidad, una forma de afirmar los valores del grupo. Aquí es donde son necesarios los espíritus fuertes y originales, para revertir todos los valores establecidos. Son los filósofos del futuro quienes empuñan el martillo, destruyendo para construir los valores venideros. Se convierten en la conciencia crítica de su época, resistiendo las tendencias y virtudes de su tiempo, que debilitan la voluntad a través de juicios y condenas morales, herramientas favoritas de los espiritualmente limitados.

Para Nietzsche, la cultura superior se basa en la espiritualización y profundización de la crueldad, como se evidencia en la tragedia griega, el circo romano, los éxtasis cristianos y las corridas de toros españolas. Una sociedad aristocrática que diferencie y jerarquice es esencial. Sin la subyugación y la diferenciación, no puede surgir el deseo de ampliar constantemente la distancia interna, es decir, la autosuperación humana.

La sociedad existe como infraestructura y soporte para una élite, permitiéndoles elevarse y convertirse en seres superiores. Estos individuos despreciarán a los cobardes, mezquinos y utilitaristas, características de una moral de esclavos, donde lo «malo» inspira temor y lo «bueno» es la ingenuidad, no representando ningún peligro.

Aquellos que aspiran a grandes cosas siempre se medirán con otros, evaluando si son medios, obstáculos o lechos temporales para su avance, siempre enfocados en la superación personal. El filósofo del futuro, según Nietzsche, será una tormenta cargada de nuevos rayos, un ser fatal rodeado de truenos, gruñidos, aullidos e inquietantes eventos. Aunque el sufrimiento lo haga huir, su curiosidad lo llevará a regresar repetidamente, ya que no se conforma con la banalidad de la comunidad.

Eduardo Schele Stoller

Aporofobia: el rechazo al pobre

Según el psicólogo estadounidense Philip Zimbardo, la pobreza representa un potencial riesgo moral, ya que las personas que viven en la pobreza tienden a centrarse exclusivamente en el presente. La lucha diaria por la supervivencia y la falta de recursos materiales para proyectarse hacia el futuro disminuyen la conciencia de las consecuencias de sus acciones, favoreciendo la prevalencia de una moral a corto plazo. En estas circunstancias, algunos individuos podrían sentirse obligados a llevar una vida parasitaria, dependiendo de los bienes de otros para subsistir.

Un parásito es un organismo que se alimenta de las sustancias producidas por otro ser vivo, viviendo a expensas de este último y, en algunos casos, causándole daño o enfermedad. Desde esta perspectiva, la pobreza no solo representa una amenaza para quienes la experimentan, sino también para aquellos que se consideran parte de grupos privilegiados.

Este escenario puede dar lugar a la «aporofobia», un rechazo hacia aquellos que no pueden ofrecer nada a cambio. La filósofa española Adela Cortina sostiene que esta fobia refleja una falta de reconocimiento del otro como un ser humano con sus propios intereses y dignidad. La pobreza se concibe aquí como una falta de libertad para llevar a cabo los planes de vida deseados por una parte significativa de la población, creando relaciones de asimetría de poder que atentan contra los principios de la democracia.

La película «Parasite» (2019) del director surcoreano Bong Joon-ho es una alegoría crítica de esta desigualdad de clases. La lujosa residencia de la familia Park simboliza la disparidad entre ricos y pobres, mientras que el sótano donde vive la familia Kim representa el límite al que los pobres pueden aspirar en esa sociedad. La competencia entre los pobres por sobrevivir y vivir a expensas de los ricos se asemeja a la vida de parásitos, que se ocultan en la marginalidad. El hijo de la familia Park, Da-song, experimenta un encuentro con la pobreza que lo impacta profundamente y, al no comprenderla, lo lleva a expresarla a través del arte.

El niño en la película simboliza la esperanza de cambio y la renovación de valores, sugiriendo la posibilidad de que los «parásitos» dejen de estar relegados a los márgenes de la sociedad y alcancen una vida más digna y justa. En este sentido, la película no es completamente pesimista, ya que nos presenta la oportunidad de que el mundo experimente un cambio radical hacia una sociedad más inclusiva y equitativa.

Eduardo Schele Stoller

Schele y la filosofía punk

Un silencio sepulcral se apoderó de un concurrido bar del puerto cuando un adolescente subió al escenario, solicitando el micrófono e interrumpiendo con ello la presentación de Los Miserables. La multitud congregada en el local, ansiosa por algún tipo de discurso antisistema, se dispuso a escuchar al alcoholizado joven. Sin embargo, la decepción fue grande cuando lo único que hizo fue preguntar por el paradero de su zapatilla extraviada.

Así comienza el nuevo ensayo del escritor viñamarino Eduardo Schele, quien en esta ocasión se propone relacionar a la filosofía con el punk. Se ha escrito mucho sobre la historia, la estética y los ritmos de este género, incluso por sus propios protagonistas. Sin embargo, la obra de Schele tiene un valor añadido al abordar los conceptos subyacentes al movimiento, el que, efectivamente, está parasitado de ideas provenientes de las más diversas fuentes teóricas.

Como forma de arte, en el punk parece primar lo emocional por sobre lo racional, lo que dificulta la organización de sus ideas. Tal vez sea por esta razón que el autor nos invita a emprender este recorrido imitando la fiesta que el movimiento viene festejando desde mediados de la década del ´70.

Después de explicarnos cómo comienza esta celebración, con el surgimiento del punk en Estados Unidos, Inglaterra y Chile, Schele nos narra cómo los asistentes buscan «embriagarse» de libertad, todo en vista de luchar contra los condicionamientos que enfrentan constantemente en su vida diaria. En este sentido, los punks tratan de dejar de «cargar la roca» que los hace, como bien señalan los Fiskales Ad-Hok, vivir en círculos desde la casa al trabajo, intentando escapar así de la monotonía de la vida moderna y de la alienación que esta produce, algo por lo que la filosofía también ha luchado desde sus orígenes.

En la segunda sección del ensayo, titulada «La filosofía sube al escenario», se nos muestra cómo ya Diógenes de Sinope inquietaba a sus conciudadanos no solo a través de sus teorías, como han hecho muchos filósofos, sino también a través de la práctica. El autor describe aquí otro pilar importante del movimiento punk: la actitud rebelde como forma de vida.

Como resultado del desencanto que surge del exceso de conciencia, los punks a menudo adoptan un enfoque pesimista y «bailan al ritmo del nihilismo», lo que se refleja claramente en gran parte de las letras del género. Este es otro aspecto destacado del ensayo de Schele, quien, al igual que en una buena fiesta, anima su trabajo con canciones que respaldan las hipótesis que se van explorando.

Sin embargo, el ensayo también aborda un tema menos «feliz» en la sección «Linchando a los dueños del local», en la que el autor se hace cargo de la violencia que usualmente se asocia al movimiento. En este contexto, la distinción que Schele hace entre dos tipos de nihilismo que coexisten dentro del punk, el pasivo y el activo, cobra relevancia. Aunque ambos comparten la actitud crítica y el sentimiento de desilusión, difieren en sus caminos, ya que mientras el primero ve la decadencia de la sociedad como inevitable, el segundo, más optimista, confía en la posibilidad de un futuro mejor y defiende la fidelidad a principios más racionales que van en contra del carácter originalmente desenfrenado y dionisíaco del punk.

Para muchos, la fiesta culmina en el fatídico momento en que los dueños del local encienden las luces, revelando con cierto espanto con quién hemos estado coqueteando toda la noche. Como bien sugiere el poeta Enrique Lihn, la adultez se nos presenta como una luz que ilumina la oscura habitación de la adolescencia, donde aún podíamos bailar al ritmo de nuestras pasiones sin preocuparnos por el deber y la responsabilidad.

El lugar que acoge esta celebración se va quedando cada vez más vacío, pero aún hay algunos que se resisten a abandonar el desenfreno de la noche. En su ensayo, Schele nos cuenta cómo el escepticismo y la desconfianza, heredados de la filosofía contemporánea, dificultan nuestra capacidad para confiar en cualquier tipo de verdad, llevándonos a querer desbaratar los cimientos de la razón para que esta fiesta no tenga fin.

Ya sea que nos identifiquemos o no con el punk, la lectura de este ensayo es más que recomendada, ya que aborda muchos de los síntomas de desencanto que se experimentan en la actualidad, valorando el arte como un analgésico necesario para sobrellevar el dolor que puede conllevar la existencia y alentándonos a reflexionar a partir de sucesos cotidianos, tal como la desaparición de una simple zapatilla.

Ed Kennedy

El anarquismo epistemológico de Feyerabend

Feyerabend argumentaba que la ciencia carece de una estructura fija o elementos universales que guíen cada desarrollo dentro de la disciplina. En la resolución de problemas, los científicos emplean diversos procedimientos, descartando la existencia de una única «racionalidad» que oriente todas las investigaciones. Los científicos recurren a experiencias pasadas, sugerencias heurísticas, concepciones del mundo, disparates metafísicos y fragmentos de teorías abandonadas en su búsqueda.

Similar al arte, la ciencia, según Feyerabend, no se refiere a una realidad objetiva, sino que es una forma de representarla. La ciencia es vista como una herramienta entre muchas otras para aproximarse a la realidad. La maestría en una forma de entender la naturaleza no garantiza la captura completa de la realidad, ya que otras perspectivas también pueden tener validez, incluso si carecen de consumidores, amigos o defensores. Feyerabend concibe la ciencia como esencialmente anarquista, lo que, según él, facilita su progreso.

Para Feyerabend, el único principio metodológico deseable es «todo sirve». Argumenta que infringir otras reglas es necesario para el progreso, y esta práctica de ignorar o adoptar reglas opuestas es crucial para el desarrollo del conocimiento. Introduce la «contrainducción» como un método que implica el uso de hipótesis contradictorias a teorías bien confirmadas y resultados experimentales establecidos, desafiando las reglas establecidas en la empresa científica.

Feyerabend concibe el conocimiento como un océano en constante expansión de alternativas incompatibles entre sí, contribuyendo al desarrollo del conocimiento a través de un proceso competitivo. Afirma que la evaluación no puede realizarse desde dentro y requiere una crítica externa basada en supuestos alternativos, considerando la libertad del teórico limitada por la tradición, creencias, prejuicios y otras influencias.

Feyerabend rechaza el método inductivo al argumentar que la evidencia experimental no consiste solo en hechos simples, sino también en hechos analizados, modelados y construidos de acuerdo con alguna teoría. Sugiere que una teoría puede parecer inconsistente con la evidencia debido a la contaminación de esta. La proliferación de teorías, facilitada por la contrainducción, es beneficiosa para la ciencia, mientras que la uniformidad debilita su poder crítico.

Feyerabend sostiene que la separación entre ciencia y no-ciencia es artificial y perjudicial para el avance del conocimiento, ya que lo que hoy es conocimiento científico podría convertirse en mito en el futuro. El anarquismo epistemológico, según él, difiere del escepticismo y del anarquismo político, ya que no rechaza ningún punto de vista ni método, y no se adhiere a criterios universales como «verdad» o «razón».

Eduardo Schele Stoller

La ética budista

El Dalai Lama, también conocido como Tenzin Gyatso, señala la presencia de un deseo humano universal: alcanzar la felicidad y evitar el sufrimiento. En ocasiones, este último se arraiga en la búsqueda de riqueza material, limitada a la satisfacción de nuestros sentidos. Sin embargo, nuestras necesidades trascienden tales aspectos. En este sentido, el budismo abraza una ética de renuncia y critica la urbanización masiva por su contribución a la falta de armonía espiritual.

Según la perspectiva budista, la ética debe surgir de la disposición anímica del individuo, impregnada de espiritualidad y marcada por actitudes como el amor, la compasión y el bienestar de los demás. Es esencial dominar impulsos y deseos perjudiciales, cultivando una disposición anímica íntegra (kun long) mediante una práctica espiritual constante que desarrolle la capacidad de la paz interior.

Dado que es imposible controlar todos los factores adversos que nos rodean, la clave radica en cambiar nuestra actitud, evitando las emociones aflictivas que nublan nuestros juicios. Adoptar una postura desapasionada y racional nos permite enfrentar el sufrimiento, cultivando la tolerancia y la paciencia en la búsqueda incesante de la imperturbabilidad. Al igual que Aristóteles, el budismo busca establecer una ética basada en la virtud, evitando los extremos.

Los objetivos mencionados son comparables a ciertas escuelas éticas griegas, agrupadas bajo el concepto de ataraxia, entendida como la ausencia de perturbaciones y la obtención de tranquilidad espiritual. No obstante, difiere del budismo en el grado de individualismo, ya que el enfoque griego se centra en que la persona, por sus propios medios, alcance un estado espiritual y racional superior. En contraste, el budismo sugiere que todas las cosas y eventos surgen de una red compleja de causas y condiciones interrelacionadas.

Para el budismo, existe una dependencia mutua entre las partes y el todo, lo que tiene implicaciones significativas para su ética. La creencia en la interdependencia entre el yo y los demás conlleva a que mi felicidad dependa de la felicidad de los demás. La distinción entre un acto ético y otro espiritual radica en que el primero se abstiene de causar daño, mientras que el segundo busca contribuir positivamente a la felicidad de los demás.

En este contexto, la noción de Karma adquiere relevancia. Este concepto denota una fuerza activa que sugiere que el resultado de los eventos futuros está influenciado por nuestras acciones. Según la noción budista de causalidad, creamos nuestro propio karma a través de lo que pensamos, decimos, hacemos, deseamos y omitimos, ya que en cada acción existe una causa y un efecto.

El budismo, al igual que la ética griega antigua, sostiene que no es necesario basar la conducta ética y la búsqueda de la felicidad en la fe religiosa. La religión, desde esta perspectiva, tiene un propósito pragmático: servir como medicina para el espíritu, cuya eficacia se mide a través de los individuos que la practican. El budismo no rechaza la religión, pero la reduce a un fin utilitario, siendo el medio para alcanzar los fines espirituales mencionados, dejando a cada individuo la decisión de qué camino seguir para lograrlos.

Eduardo Schele Stoller

Artaud y la muerte de la metafísica

En sus escritos, Antonin Artaud se esfuerza por construir un pensamiento capaz de sostenerse en un mundo en el que la metafísica está en declive. Sin embargo, parece que a partir de la posmodernidad, y en sintonía con el surrealismo, lo que cobra protagonismo es el sentimiento y cómo este afecta a cada sujeto.

En este contexto, Artaud nos incita a entregarnos a las cosas en lugar de obsesionarnos con algún rasgo de la apariencia, con la esperanza de hallar una definición ficticia que solo representa una pequeña parte del panorama. La propuesta es ser parte de la corriente de la vida, en lugar de quedar atrapados en las deplorables condiciones mentales que nos inmovilizan en los intervalos, impidiéndonos movernos con flexibilidad.

No obstante, la obsesión por no pensar ya se considera un pensamiento terrible, que nos impide abandonar las cavernas del ser y las últimas moradas del espíritu. Por ende, Artaud sugiere recurrir a la bestia y su actitud de insensato desatino para apartarnos del curso normal de la vida.

En este contexto, el lenguaje se convierte en un medio de locura que nos permite eliminar el pensamiento y sumergirnos en el laberinto de las sinrazones, rompiendo las paredes de nuestro pequeño mundo espiritual. La destrucción se vuelve necesaria cuando algo ya no puede sostenerse por sí mismo, en este caso, la razón. La creencia, por tanto, solo puede arraigarse en lo irracional, donde triunfa un nuevo sentido que no teme al delirio y la impulsividad.

Contrario a ser una enfermedad, Artaud sostiene que la locura nos acerca a la verdadera impulsividad de la materia, curándonos así de la enfermedad de los conceptos. Estos parecen habernos dejado en un estado catatónico, sin desear ni la vida ni la muerte, como un suicida del pensamiento, al que solo podría tranquilizar la locura.

Eduardo Schele Stoller

El amor según Ortega y Gasset

Según Ortega y Gasset, desear implica tender a la posesión de algo, muriendo automáticamente cuando se satisface. El deseo tiene un carácter pasivo, ya que al desear, esperamos que el objeto venga, siendo el centro de gravitación donde aguardamos que las cosas lleguen a nosotros. En cambio, el amor es una insatisfacción y actividad eterna, ya que en él somos nosotros quienes nos dirigimos hacia el objeto. En el acto amoroso, la persona sale de sí misma. En el amor abandonamos la quietud, en un constante emigrar, no instantáneo como en el deseo. No es un golpe único, sino una corriente. El amor, según Ortega, es un acto centrífugo del alma que fluye constantemente hacia el objeto.

Ortega también hace referencia a la visión de Stendhal, quien califica al amor como un error basado en una mera ficción. Nos enamoramos cuando nuestra imaginación proyecta sobre otra persona perfecciones inexistentes. Basta con que estas fantasías desaparezcan para que el amor muera. En este sentido, Ortega señala que el amor no solo no ve lo real, sino que además lo suplanta. Enamorarse es sentirse encantado ante alguna supuesta perfección, la cual, probablemente, ni siquiera existe.

Este acercamiento al objeto idealizado hace que la atención se fije más tiempo de lo normal en un mismo objeto, convirtiéndose así en una manía. Según Ortega, el maniático es un individuo con un régimen de atención anómalo, característica presente en casi todos los grandes personajes de la historia. La diferencia radica, según Ortega, en el objeto de obsesión, que puede resultar útil o no a los ojos de los demás. Nada nos define tanto como nuestro régimen atencional. No obstante, aquí Ortega señala un síntoma propio de nuestro tiempo: la ligereza y el mareo con los que la atención se desliza de un objeto a otro, sin fijarse en nada en particular. En este contexto, ¿el amor nos salva o nos condena a la estupidez?

Ortega plantea que el enamoramiento no es más que una atención anómala detenida en otra persona, representando así un empobrecimiento de nuestra vida mental. La conciencia se angosta y se centra en un solo objeto, dejando la atención paralizada y sin poder avanzar de una cosa a otra. En consecuencia, el amor, al menos en un principio, no haría más que condenarnos a la estupidez.

Eduardo Schele Stoller